miércoles, 13 de abril de 2011

Arte: aprende a escuchar con el alma

ARTE: Proviene del vocablo latino “ars” el cual hace referencia a toda creación humana que implica una forma de ver el mundo que nos rodea, ya sea real o imaginaria. Sin embargo, a todos se nos queda mal sabor de boca con una definición tan fría de algo que abarca tanto en la historia del ser humano y  de su propia esencia. El arte forma parte de nosotros y por ello me quedo con una definición que, bajo mi punto de vista, recoge mejor el fenómeno que tanto me apasiona y del que quiero hablar hoy:
                El arte es la expresión del alma que desea ser escuchada.
                Ahora sí que se hace justicia. Pues si tuviera que justificar la existencia del alma humana, no me parece que haya mejor argumento que mirar a los ojos a cualquier personaje de Goya o temblar ante el poderío de una pieza de Wagner. No se puede apreciar el arte sin creer en la existencia del alma, porque de la materia finita y contingente, no puede nacer lo universal y atemporal.
                Dicho esto, quisiera dedicar el corazón de esta entrada al artista cuya alma, bajo mi punto de vista, ha conseguido salir con mayor fuerza y elegancia, hablo de Vincent Willem van Gogh, supongo que habréis oído hablar de él.
                Antes de nada, es imprescindible tener en cuenta que Van Gogh fue un hombre infeliz, violento, huraño y perturbado. Se enamoró de la hija de su matrona, de su prima viuda, de una prostituta… y lo único que obtuvo de estas relaciones fue un rechazo que lo marcó de por vida y contagiarse de sífilis.
                Intentó acercarse a Dios estudiando Teología protestante, pero no fue admitido en el seminario y se hundió en una crisis melancólica y solitaria, que se vio acentuada por su fracaso como pintor, pues en toda su vida vendió dos míseros cuadros.
                Es conocida la anécdota de que durante una discusión con Gauguin  sobre Rembrandt, hizo enfadar a su amigo el cual le abandonó y Vincent se sintió tan hundido y arrepentido que, sumido en la locura, se cortó una oreja y se la regalo a una prostituta con la que solía pasar el tiempo. Así pues, tras grandes esfuerzos de su hermano y único amigo en la vida Theo, ingresa en un manicomio. Fue diagnosticado como esquizofrénico con brotes de epilepsia.
                Es aquí, donde yo quería llegar.  Imaginad la situación de nuestro protagonista. Imaginad que estáis  dentro de él para intentar entender la tormenta que azotaba su cabeza y su corazón. Pero sobretodo, imaginad que una noche cualquiera, dentro del manicomio, decidís levantaros de la cama y acercaros a la ventana, donde contempláis algo tan bello que necesitáis pintarlo. El resultado será algo así…



                En La noche estrellada, un acabado Van Gogh que se suicidaría sólo un año más tarde, nos muestra la belleza de la noche en armonía con la naturaleza, la cual se presenta violenta y a la vez elegante y sugerente. Los cipreses ondulan ante el tacto del pincel y en el cielo, las estrellas nacen como brotes de luz envueltos en halos dorados. La escena cobra vida, se mueve, baila en espiral pero sobretodo, nos eleva desde la ventana de Van Gogh al mismísimo cielo dejando abajo el oscuro y lejano pueblo para volar desenfrenadamente entre las estrellas.
                No sé qué pensaría la gente del manicomio al ver semejante obra de arte nacer de su pincel, pero yo, cuando miro atentamente esos tonos azules y dorados, me cuesta ver un lienzo con óleo de colores, lo que yo veo es el alma de un genio que sabía sacar toda la magia de la noche y que tuvo que esperar su muerte terrenal para alcanzar la gloria artística.
                Por todo esto, necesitaba dedicarle una entrada a él, a su sufrimiento y a su Noche estrellada, que marcaron un antes y un después en la forma de entender el Arte.

sábado, 29 de enero de 2011

Una mirada

Me dolía la cabeza y estaba desorientado. Aun no entendía muy bien lo que me había pasado y quise imaginar que sólo era una pesadilla y que yo no estaba ahí. Infinidad de diminutos cristales luchaban por hundirse cada vez más en mi piel. Me llevé las manos a la cabeza para intentar calmar el dolor, pero sólo conseguí cortarme con los cristales que tenía en las manos. Había un olor muy fuerte a hierbas cortadas… Era como menta pero no resultaba agradable, sólo me producía náuseas. Aún recuerdo ese olor como si aún me encontrara dentro de mi coche, rodeado de todas esas plantas.
Tras desabrocharme el cinturón de seguridad salí del coche temblando y a punto de perder el equilibrio. Fue una suerte que, tras las tres vueltas de campana, el coche acabara sobre las cuatro ruedas, ya que si no hubiera sido así no me habría resultado tan sencillo salir. Entonces caí en la cuenta de que podría no haber sido el único implicado en el accidente y subí a trompicones hasta la carretera. Tras pasar por los trozos rotos de valla que yo mismo había destrozado, me di cuenta de que allí no había nadie, estaba completamente sólo. Aunque al principio me invadió una sensación de miedo y soledad, luego me relajé con la idea de que no había habido ningún otro herido. Me quedé mirando el rastro del accidente: la marca de las ruedas en la carretera, la valla rota, un camino abierto entre las plantas lleno de piezas negras de mi coche y al final de dicho camino, al otro lado de otra valla y en mitad del campo, lo que quedaba de mi Ford Fusion.
Ese fue el peor día de mi vida, sin ninguna duda. Estuve alrededor de una hora siendo atendido por el personal médico y explicando lo sucedido a los mossos d’esquadra. Discutí con un pobre chico del SAMUR que sólo trataba de ayudarme porque yo no quería ser trasladado a ningún lado, sólo quería volver a casa con mi familia. Así pues, firmé el acta voluntaria y, tras llegar la grúa y llevarse mi coche, un taxi que el seguro me proporcionó me llevó directamente a casa, el único sitio donde yo quería estar en ese momento.
Había más de tres horas y media de viaje, ya que soy de Valencia y tuve el accidente a quince minutos de llegar a Tarragona, por lo que el taxista tuvo tiempo de contarme unos treinta o cuarenta accidentes de coche que él y sus conocidos habían tenido, rematando cada anécdota con la misma frase: “Chaval, no sabes la suerte que tienes, has vuelto a nacer”. Acabaría por aborrecer la frase, ya que todo el mundo me la repetiría un par de veces siempre después de relatarme algún siniestro, a ser posible con muerte incluida.
A medida que el tiempo pasaba, me ponía un poco más nervioso y mi cuerpo, al enfriarse, se resentía mucho más de los golpes recibidos. En especial, me dolía torcer el cuello hacia la izquierda, por lo que traté de no hacerlo durante todo el viaje. Mis padres me estaban esperando junto a mis abuelos en mi casa. Llevaban llamándome al móvil cada cinco minutos desde que les conté lo sucedido. Pese a que les dije que estaba bien y que no me había hecho nada grave, no les debió infundir mucha confianza escuchar que el coche estaba siniestro total. Más tarde me arrepentí de haberles contado esa parte antes de reunirme con ellos.
La verdad es que había sido una mañana muy dura. Aún así, me sentía orgulloso de mí mismo por no haberme venido abajo y por haber sabido reaccionar lo más rápido posible. Pero lo peor estaba por llegar.
Ninguno de los cortes ni golpes que me había llevado me dolió ni una décima parte que mirar a mi madre a los ojos y saber en un solo segundo, todo el dolor y miedo que le había causado. No hizo falta que me dijeran nada, podía saber con sólo mirarlos, que mis padres y mis abuelos lo habían pasado incluso mucho peor que yo. Había aguantado mucho ese día, pero eso fue demasiado. Me vine abajo y, a día de hoy, aún lo hago al recordar ese momento, pues nunca me había sentido tan querido en mi vida ni  había  visto a un ser querido pasándolo tan mal por mi culpa. En el momento en que salí del taxi, recordé el valor de un verdadero abrazo.
Por suerte, sólo hubo que lamentar que mi coche subiera al parking del cielo y no pudiera volverlo a ver. Pero nada en toda mi vida me ha cambiado más que ese día. Sin darme cuenta había ido creciendo sin valorar los gestos de amor que cada día mis padres hacían por mí. Me había acostumbrado a que la pesada de mi madre me dijera que tuviera cuidado por la noche y no fuera sólo por la calle, que mi padre me advirtiese todas las noches que salía de fiesta que si me pasaba con el alcohol me perdía la fiesta y que tuviera conocimiento. Pues bien, si algo me alegra de todo lo que pasé, es encontrar el verdadero significado de la palabra amor.
Que mis padres me querían no era nada nuevo, pero no tenía ni idea del alcance de esa realidad que yo daba por sentado. Desde ese día, valoro cada sonrisa de mi madre como nunca lo he hecho, disfruto de cada conversación con mi padre al máximo y trato de demostrar a mi hermana pequeña que ella es lo que más quiero en el mundo. Desde ese día, nunca acabo una conversación con ellos si no es con un “te quiero”, nunca me olvido de darle un beso en la mejilla a mi madre y adelantarme a su consejo diciendo: “no te preocupes que tendré cuidado, no me volveré sólo ni haré ninguna tontería”. Desde ese día, tengo presente en todo lo que hago a las personas que me quieren, primero, porque se lo merecen y, segundo, porque sin ellos nada de esto tendría sentido.
Mis padres me han demostrado que querer a alguien es anteponer su felicidad a la tuya, porque aquélla es condición indispensable de ésta. Querer a alguien es sacrificarse por esa persona, es demostrarle tu amor todos los días, no usando dos palabras (que también), sino haciendo que todas tus acciones tengan presente el amor hacia esa persona.
Ya no tomo ni una sola curva con el coche sin acordarme de los vidriosos ojos de mi madre aquella mañana de agosto, ya no necesito que mis padres me lo digan para saber que me quieren, ya no necesito que mis padres me adviertan del peligro para tener en cuenta que se preocupan por mí y que no se merecen que les haga pasar malos ratos, ya he aprendido el alcance y el verdadero significado del verbo amar y todo gracias a una mirada.

jueves, 27 de enero de 2011

La tristeza

El anciano afligido, Vincent Van Gogh

          La tristeza es inevitable. A todos nos llega en un momento u otro y, entonces, nos sentimos solos. Nada tiene sentido. Lo que ayer era vital, hoy ya no importa a nadie.

          Es justo en ese momento crítico cuando analizamos nuestra vida y nos ponemos a pensar sobre cómo nos gustaría que fuera.  Nada escapa a nuestra crisis existencial y todo está irremediablemente mal.

          Sin duda, la tristeza es peligrosa. Puede cuestionar los pilares fundamentales de nuestra vida y recrearse en ello mientras nosotros nos hacemos un ovillo en la cama o acariciamos el cristal de la ventana con un dedo. La melancolía nos invadirá lenta y disimuladamente, y habremos perdido la partida antes de que nos demos cuenta.

        Sin embargo, hay formas de vencer a la tristeza. Cada uno tratará de ganar con sus propias armas, pero la mía son mis seres queridos. Mi hermana, mis padres, mi novia y mis amigos suponen mi seguro de vida. Desde que me fui de casa, he pasado por muy buenos momentos, pero también por otros muy duros. Cuando llegan las vacas flacas y todo lo malo que podría pasar pasa, sólo me quedan ellos. Es cierto que también están ahí cuando disfruto, pero es cuando caigo al vacío cuando de verdad busco su mano para agarrarme. Puede sonar egoísta, pero lo que es, es básicamente humano. Las lágimas que mejor caen son las que terminan en el hombro de tu mejor amiga, los abrazos que más unen son los que das a tu madre justo antes de subirte a ese autobus, los besos que mejor saben son los que acompañan a un "todo saldrá bien".
     
       Por todo esto, es importante para mí dar las gracias a todos mis seres queridos. Porque sé que siempre podré contar con ellos, porque son la razón de mi vida y porque nunca les habré dicho las veces suficientes lo mucho que les quiero.

      
        

miércoles, 26 de enero de 2011

Un nuevo comienzo


 Vivir no es sólo existir,
 sino existir y crear,
 saber gozar y sufrir
 y no dormir sin soñar.
 Descansar, es empezar a morir.

  
          No he encontrado mejor manera de empezar que con esta poesía de Gregorio Marañón. Para mí, empezar este blog significa soñar, buscar cosas que compartir y, para ello, vivir mi vida de forma plena y activa.
          Escribo porque disfruto haciéndolo. Escribo porque quiero ordenar mis pensamientos y compartirlos con quien quiera conocerme. Pero sobretodo, escribo porque sacar lo que llevo dentro es el primer paso para darme cuenta de la persona que soy y de a dónde me están llevando mis pasos.
         Espero poder darme a conocer como es debido y que esta nueva habitación de mi vida no me tenga como único ocupante, pues a mi lado hay sitio para que te sientes y me ayudes a dar sentido a este pequeño sueño.